Se llamaba Elvira Arocha. Por los 50 años andaría ya. Hija única de padre y madre fallecidos, vivía sola en su casa de la calle de Santiago, la misma calle de Saltillo donde nací yo. El paso del tiempo y esa mala compañía que es la soledad le anublaron el cerebro, y cayó en una suave, apacible locura. Todos los días esperaba a un novio imaginario que por serlo no llegaba nunca. Lo aguardaba siempre, con ilusión que, a diferencia de ella, no se marchitaba. Cada noche, a las 8 en punto, abría de par en par los postigos de su ventana, y sentada en una silla de Viena esperaba al amado, que iría a conversar con ella en la reja, muy cerca ya la fecha de la boda. Vestía de blanco, novia ilusionada, y se maquillaba con polvos de arroz y un rubor en las mejillas hecho con papel de China rojo mojado con su saliva. Las manos juntas sobre el regazo esperaba, esperaba, esperaba. La gente del vecindario sabía de su melancólico delirio, y al pasar frente a su reja la saludaba con afecto: “¿Cómo está, Elvirita?”. “Muy bien, gracias a Dios. Aquí, esperando a mi novio, que no tarda en llegar”. Y seguía en su espera, hasta que sonaban las 10 de la noche en el reloj de la cercana Catedral. Entonces cerraba la ventana, apagaba la luz de la sala y se iba a acostar en su lecho de doncella. Una mañana la mujer que hacía la limpieza la encontró dormida en ese sueño sin final llamado muerte. A su entierro acudieron algunas vecinas, pero tampoco ese día llegó el novio anhelado. Comparo la espera y la esperanza de Elvirita con el sentimiento que al principio de cada nuevo sexenio experimentamos los mexicanos.
Esperamos siempre que las cosas mejoren, y al cabo de seis años volvemos a esperar lo mismo, aunque nuestra ilusión resulte defraudada una y otra vez. Me alegro, y aun me enorgullezco, de que una mujer ocupe ahora la máxima magistratura. Eso es muestra de adelanto. Deseo fervientemente que el gobierno de Claudia Sheinbaum tenga buen suceso. La nueva Presidenta de México, a diferencia del hombre que se va, está bien preparada en lo académico, es inteligente -el otro es astuto, cosa muy distinta-, y muestra buen sentido y racionalidad. Ha declarado que gobernará para todos, no al modo de quien la precedió en el cargo, que con maniqueísmo simplista nos dividió en buenos y malos. Gobernó sólo para aquéllos a quienes atribuyó bondad, y para los demás tuvo únicamente denuestos y descalificaciones. Olvidó a la clase media, a la que tildó de conservadora y aspiracionista. Recibo, pues, con esperanza la llegada de la doctora Sheinbaum a la Presidencia, pero matizo tal sentimiento con dos reservas que mencionaré a fin de no aparecer tan iluso como Elvirita Arocha. La primera. López Obrador decía ser de izquierda, y gobernó como el más recalcitrante derechista, hasta el punto de exhibir una estampita religiosa como defensa contra la amenaza del Covid. Sheinbaum en cambio, es de verdadera izquierda, activista desde su juventud. Eso puede inducirla a poner en práctica extremismos radicales con mengua de los derechos ciudadanos. En estos tiempos no se puede gobernar con criterios de los años sesenta del pasado siglo, ni con doctrinas anacrónicas superadas ya. Mi segunda reserva estriba en la posibilidad de que la nueva Presidenta de México se someta a los dictados de AMLO y sea un mero instrumento del caudillo, que seguiría gobernando bajo cuerda a través de ella. Si no se libra de las ataduras de quien la designó la doctora Sheinbaum haría traición a su calidad de mujer y de mandataria. Confío sinceramente en que mis temores resultarán infundados, y que hoy se inaugurará una nueva, distinta y mejor etapa en la vida nacional. FIN.