El edificio del Banco de Londres desapareció a mitad del siglo XX. Hoy su lugar es ocupado por una cadena comercial.
La sociedad lagunera y los arquitectos dejamos mucho que desear en lo que respecta al patrimonio histórico construido de la región. De hecho, estamos reprobados. Las joyas de nuestra corona prácticamente ya no existen. Se han destruido muchas obras de gran valor histórico, artístico y arquitectónico. Solamente queda conformarnos con suspirar al ver las fotos del pasado. Este texto busca crear una conciencia a partir de los errores que se han cometido desde hace décadas e invita a realizar una investigación más profunda sobre el patrimonio destruido de Torreón (Torreón, hereditas destructa), para tomar acciones al respecto.
Se puede decir que desde principios del siglo XX hemos sido verdaderos depredadores del patrimonio. El desconocimiento tiene un alto precio; seguimos creando un Frankenstein urbano. Mary Shelley estaría muy sorprendida. Actuamos con toda impunidad e indiferencia, con nulo sentido común. Todo lo anterior se ha dado por muy diversas razones —todas ellas sin justificación— y de alguna manera todos compartimos esta funesta y vergonzosa responsabilidad. Es deseable que en todas las zonas urbanas se tenga un profundo respeto por sus edificios de valor. Aquellos que por su calidad de construcción, su estilo, su diseño, forjaron la imagen de una ciudad bella. Pero Torreón cuenta con un mosaico de arquitecturas cada vez más pequeño, mutilado o deformado. Nuestra identidad desaparece ante nuestros ojos. En este ámbito, tanto los ciudadanos como los arquitectos seguimos teniendo una complicidad silenciosa que nos debería de obligar a actuar en consecuencia y dejar de ser meros espectadores pasivos.
El patrimonio destruido de la ciudad refleja muchas cuestiones: hay una clara negación y entendimiento del pasado. Hay también un desinterés en la restauración arquitectónica por desconocimiento, por falta de cultura urbana y sensibilidad —que no se enseña en ninguna universidad, por cierto—, por la costumbre arraigada de denostar la propia historia, por un afán desmedido y equivocado por “modernizar”, por no saber la diferencia entre arquitectura y la vil construcción, por intereses inmobiliarios, por sacrificar calidad para ahorrar dinero, por las superfluas modas y el esnobismo, por el mero afán comercial, por corrupción, por trabajar sin el acompañamiento de especialistas y por muchas otras razones. Con estas demoliciones y obras malogradas se ha borrado de un plumazo la memoria y la historia de una ciudad que era más bella que la actual.
John Ruskin tiene razón: la arquitectura siempre va más allá de la mera construcción. Contiene muchas cualidades implícitas e intangibles. Había una profundidad y un significado en cada obra que no se ha valorado lo suficiente y, por lo tanto, ha sido demolida. Las historias vividas en estos recintos han desaparecido para siempre con acciones destructivas, irresponsables y poco éticas. No se trata solamente de ladrillos, sino de que cada uno de estos edificios guarda muchos de los rasgos trascendentes de nuestra esencia, dentro de unas circunstancias específicas e irrepetibles. La desaparición del patrimonio construido es la destrucción de una identidad que no terminamos de encontrar.
PROPUESTAS
Sería muy recomendable que se revisara el catálogo de edificios históricos de la ciudad y que se analizara la situación de cada uno. Es decepcionante el interés prácticamente nulo por mantener en buen estado este conjunto de más de un centenar de inmuebles.
Cada obra que forma parte del patrimonio representa una oportunidad de negocio, más allá de hacer únicamente cantinas, como se acostumbra. Un inteligente cambio de uso, respetando la identidad del edificio, mejoraría mucho la imagen urbana, conservando su riqueza y variedad.
Es importante entender que remodelar no es modernizar. No modernizamos al desfigurar una obra con materiales “que están a la moda”, no. Lo imperativo es restaurar, que significa respetar la esencia, el estilo, los materiales, el método de construcción y algunas otras características del edificio. Restaurar implica afectar en lo mínimo lo existente. Claro que puede haber un cambio de uso, pero con una intervención moderada. El uso de la razón y el sentido común nos exigirá dejar casi cualquier obra en su estado original, dejando un legado bello, digno y lleno de significado. El patrimonio siempre alimentará la identidad y el sentido de pertenencia de quienes habitan una región. Es una verdadera herencia para las generaciones venideras.
El patrimonio arquitectónico es como las personas de la tercera edad, a quienes se les debe cuidar, conversar con ellas, asearlas, atenderlas adecuadamente y no mandarlas a un asilo para mal morir. Con los inmuebles pasa lo mismo: hay que mantenerlos casi como originalmente fueron proyectados y construidos en el pasado, porque así pueden dar lecciones de vida.
Por ello es importante que se catalogue todo lo destruido, que haya un registro fotográfico del edificio original y del que fue construido después, como evidencia de que las nuevas construcciones son de calidad y diseño inferiores.
Muchos de los responsables de esta destrucción han sido empresarios o comerciantes laguneros sin cultura —porque una cosa es poseer dinero y otra muy diferente es tener cultura—. Habría que crear y aplicar un marco legal más rígido para impedir la ejecución de demoliciones hacia edificios de valor histórico, antes de que nos quedemos sin ninguno. No hay un solo caso en que una nueva construcción haya superado en calidad y ejecución a la que había en el mismo predio. Siempre son proyectos que terminan dando vergüenza, pena y tristeza.
De hecho, ni siquiera construyendo algo mejor se justifica ninguna destrucción de patrimonio arquitectónico. Se requiere la intervención de un equipo interdisciplinario de restauradores, historiadores, cronistas, ingenieros estructurales, entre muchos otros, coordinados por un arquitecto capaz, porque quienes erigen los edificios modernos que sustituyen a los históricos no son profesionales y cuentan con la complicidad de las autoridades y de la sociedad lagunera. Se podría crear un mecanismo que permita a los profesionales intervenir de forma eficaz y asequible en el desarrollo de proyectos urbanos.
Pero no sólo los especialistas tenemos esa responsabilidad, sino cada uno de los ciudadanos. Es parte de la cultura que todos deberíamos tener. Jane Jacobs podría ser un excelente faro en este sentido: no olvidemos que la ciudad y las obras arquitectónicas reflejan nítidamente lo que somos. Así de simple. ¿Qué estamos reflejando hoy? ¿Pasaremos a la historia como la sociedad responsable del patrimonio destruido?
“La arquitectura es el testigo insobornable de la historia, porque no se puede hablar de un gran edificio sin reconocer en él el testigo de una época, su cultura, su sociedad, sus intenciones...”, dijo Octavio Paz. Por lo tanto, será mejor que construyamos ya la ciudad anhelada (optatam urbem).