La paloma y el lobo, reflexión poética sobre la violencia
Desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico en 2006, la violencia ha enraizado tan profundamente en México que sus ramas ya abarcan prácticamente todos los ámbitos de la vida de sus habitantes. Es un tema que, por su relevancia, ha sido abordado en numerosas ocasiones en el cine contemporáneo nacional, muchas veces sin escatimar en la crudeza visual de las torturas, los secuestros, los asesinatos. Se trata, tal vez, de vehementes intentos por comprender cómo es que una sociedad puede llegar a tal punto de inhumanidad.
En su ópera prima, La paloma y el lobo (2019), el director regiomontano Carlos Lenin Treviño también reflexiona en torno a las consecuencias de la violencia que esparce el crimen organizado, aunque su propuesta destaca por su sutileza.
La cinta fue estrenada en el Festival Internacional de Cine de Locarno, en Suiza, donde ganó el Premio Swatch Art Peace Hotel. Después se presentó en otros festivales como el de Morelia, el de Los Cabos o el de la UNAM, donde fue seleccionada como la Mejor Película Mexicana. En los Premios Ariel, los de mayor prestigio en el séptimo arte nacional —organizados por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas—, estuvo nominada a cinco categorías, resultando ganadora en la de Mejor Ópera Prima.
VIOLENCIA SUTIL PERO OMNIPRESENTE
La película sigue a Paloma (Paloma Petra) y Lobo (Armando Hernández), una pareja originaria de Linares, Nuevo León, que ha tenido que desplazarse a un barrio marginal de Monterrey para reconstruir su vida, luego de que el crimen organizado trastocara su pueblo y, sobre todo, a Lobo, quien ahora trabaja como obrero metalúrgico, mientras que ella es empleada en una maquila.
Ambos viven en un pequeño y modesto apartamento, azotados por el intenso calor de la región y por la escasez de agua. Además de las relaciones superficiales con los compañeros de trabajo, no parecen tener más compañía que la mutua. Sin embargo, es evidente que el vínculo entre ellos se está resquebrajando. Esto se ve reflejado, principalmente, en la tensión que existe entre el deseo de Paloma por volver a Linares para reencontrarse con su familia, y la necesidad de Lobo por mantenerse lejos de ahí, impulsado por un secreto que lo consume y cuya existencia se hace notar desde el inicio.
Los primeros momentos de la película transcurren en pantalla negra, con voces en off. Lobo solloza desconsoladamente. “¿Qué te hicieron?”, le pregunta Paloma, y entonces el espectador asume que quien llora es una víctima. “¿Qué hiciste?”, lo cuestiona poco después, poniendo sobre la mesa la posibilidad de que su aflicción, tal vez, venga de la culpa. Este planteamiento ambivalente se amplía conforme avanza el metraje, mostrando los rincones en los que se cuela la violencia en este país: un obrero cuenta orgulloso cómo salió victorioso de una pelea, un grupo de chicas adolescentes amenaza —cual sicarias— a quien parece interponerse a sus planes, los ambientes laborales emanan cierta hostilidad, un niño afirma tajantemente “soy malo” y los protagonistas reaccionan visceralmente ante los conflictos. Evidentemente todos ellos han sufrido la brutalidad derivada del crimen organizado, pero también la han asimilado en su cotidianidad. Después de todo, en una sociedad carcomida por la violencia, cualquier individuo puede tanto recibir sus embates como ejercerla.
Un acierto de la película en torno a esta reflexión es que no muestra explícitamente ninguna agresión criminal. Este tipo de violencia sólo se llega a manifestar de forma sonora, a través del audio de un video que los compañeros de Lobo ven en un celular. A cualquier mexicano que haya tenido uso de razón durante el sexenio de Felipe Calderón, le resultará relativamente fácil imaginar el contexto de dicho video, tan cruel como aquellas grabaciones que circulaban en aquella época a través de Internet mostrando los alcances de la perversidad humana. Más adelante, ese audio volverá a aparecer, pero ahora en forma de recuerdo, uno que tortura a Lobo desde lo más profundo de su ser.
Inmersos en esta precariedad social y carencias individuales, Paloma y Lobo intentan amarse, aunque al contrario de las películas de Hollywood, aquí el amor no lo puede todo, sino que poco a poco se ve rebasado por las situaciones que oprimen a los protagonistas.
POESÍA AUDIOVISUAL
Podría decirse que este largometraje es una poesía audiovisual, lo cual es notable considerando los temas escabrosos que aborda. El desarrollo narrativo no recae tanto en los diálogos y las acciones de los personajes, como ocurre tradicionalmente, sino en las atmósferas conformadas por la puesta en escena de Elva Yanuaria Algravez, la magnífica fotografía de Diego Tenorio, el penetrante diseño sonoro de Alejandro Ramírez, las actuaciones contenidas de ambos protagonistas y, por supuesto, la visión y la capacidad evocativa de Carlos Lenin, escritor y director de este proyecto.
Todos estos elementos, más que acercarse fehacientemente a la realidad, revelan estados sociales y emocionales. Así, la primera imagen que se muestra en la película es la de una presa donde Lobo nada desnudo, hasta llegar a uno de los enormes muros que la contienen y escalarlo. El plano general de la toma lo hace ver diminuto. Eso, aunado a su fatigada respiración y sus alaridos, remite inmediatamente a la asfixia que vive el personaje, que intenta navegar sus emociones y encontrar sosiego en un mundo aplastante que no parece darle tregua.
En otra escena, él y Paloma se encuentran cada uno a un lado de las vías de un tren que está pasando justo en ese momento, interponiéndose entre los dos. La joven llama a su amado, pero el ruido de la máquina ahoga su voz, mostrando su desesperación al no poder comunicarse con él, quien permanece inalcanzable. Esta imagen es un preludio metafórico, pero preciso, de los conflictos en su relación.
La cámara casi siempre permanece estática, provocando en el público una sensación opresiva, como la que llevan a cuestas los protagonistas. La lente de Diego Tenorio mantiene distancia de los personajes; los muestra lejanos, confinados en entornos donde la iluminación está cargada de dramáticos claroscuros. En ocasiones, las sombras parecen engullir a quienes habitan los espacios en los que transcurre la historia. Estos lugares, por cierto, encarnan la decadencia social con sus texturas desgastadas, sus muros cubiertos de grafiti y sus estructuras parcialmente derrumbadas como cicatrices de la violencia que lo ha tocado todo. Los paisajes urbanos, completamente áridos y con elementos industriales, dan cuenta de un tipo de progreso que simplemente no se traduce en bienestar.
El ritmo de la película es pausado y el tono es contemplativo, dando espacio al público para reflexionar sobre la situación de los personajes y para compartir su estado emocional. Cada toma es una metáfora que añade símbolos y capas de significado a la narración. Para desentrañarlas, el espectador debe estar dispuesto a leer las imágenes y el sonido como si fueran un poema cuyos versos sugieren una atmósfera, y no tanto como una novela cuya prosa describe una historia lineal.
El lenguaje estético y la sutileza narrativa de La paloma y el lobo dejan al descubierto la vulnerabilidad del individuo frente a un entorno hostil, pero también plantea el amor como un acto de resistencia, sin caer en idealizaciones, lo cual revela un profundo respeto por todas aquellas personas que han padecido, de alguna manera, el flagelo de la violencia.