Peor aún: había oradores.
Estabas pacíficamente, sin meterte con nadie, bebiendo tu copa en alguna de las insignes cantinas saltilleras -la Alsacia y Lorena; el Salón Lontananza; la del Águila Viva- y se plantaba de pronto ante tu mesa un individuo flaco, pálido y desmelenado que sin decir agua va te espetaba un lacrimógeno poema. Al terminar el lloro te informaba haciéndote una reverencia: "Son 10 pesos". El asunto se resolvía con un tostón, pero no te librabas nunca de esa plaga.
En cuanto a los oradores los había de concurso -fui uno de ellos, lo digo con remordimiento- y del PRI -no fui uno de ellos, lo digo con orgullo-. Siempre empezaban su discurso declarando con encomiable sinceridad: "No soy Demóstenes" ("Sí has de ser, cabrón -le gritó a uno cierto pelado-, lo que pasa es que te haces pendejo"-), y luego desgranaban su infinito catálogo de lugares comunes y frases más o menos hechas.
Como la peste negra, el cólera y otras calamidades que afligieron a la humanidad doliente, los oradores y los declamadores a la vieja usanza han desaparecido, Deo gratias. No todo tiempo pasado fue mejor.
¡Hasta mañana!...