Este abanico de carey y encaje perteneció a Paquita Dávila y Valdés, que nació, vivió y murió en la Hacienda de Ábrego.
Yo la imagino, joven y agraciada según muestra su retrato, usando con maestría femenil ese abanico para expresar sus sentimientos ante los galanes que la cortejaban. Si lo cerraba, eso mostraba negativa. Si lo abría, aceptación. Si lo agitaba con rapidez, enojo. Si se lo llevaba a los labios expresaba amor.
Jamás casó Paquita. Tan exigente fue para escoger marido que al final a ninguno escogió. Los años la sacaron de la corriente de la vida. Sus amigas se casaron, una a una, y fueron madres, y después abuelas. Cuando hablaban de Paquita decían todas: "¡Pobre!".
No se quedó ella a vestir santos porque en Ábrego no había santos. En la pequeña capilla de la hacienda estaba sólo, y solo, el cuadro con la imagen de Nuestra Señora de la Luz.
Ahora ese extraño habitante de la casa que soy yo mira el abanico de Paquita y siente una tristeza igualmente extraña. Es la vaga melancolía de lo que pudo ser y no fue.
¡Hasta mañana!...