Me gustan los libros que se quedan en el hueco imaginario que hay entre los géneros literarios; que parecen, desde su superficie, algo conocido, pero que luego van develando su verdadera esencia ante nosotros mientras avanzan sus páginas.
Cuando tomamos una novela sabemos que encontraremos, a muy grandes rasgos, una historia extensa, más extensa que un cuento. Ante un ensayo estamos seguros que acompañaremos el discurrir de quien escribe. Si además un libro está catalogado como erótico, de amor, de miedo, de misterio, nos genera a los lectores unas expectativas, según las referencias que ya llevemos con nosotros de otras lecturas.
La escritura de la argentina María Gainza es una de esas extrañezas que, de inicio, no sabríamos bien en qué estantentería de la biblioteca acomodar. Conocí un texto suyo, para ser precisa, el de “Una vida en pinturas” del libro El nervio óptico, como parte de las lecturas de un taller de Escritura Autobiográfica. Aunque bien podría haber sido leído y analizado en un curso de Literatura de Autoficción o de Crítica de Arte.
Digo lo anterior porque El nervio óptico podría clasificarse en cualquiera de esas tres categorías, ya que depende desde dónde esté puesto el ojo que lo observa (la perspectiva crítica), en este caso, que lo lee y lo clasifica en esas cajitas que ya conocemos como géneros literarios. Es un texto autobiográfico, sí; autoficcional, también; y que dialoga bastante bien con la crítica de arte.
La protagonista que narra en primera persona es la propia María Gainza convertida en personaje. Cuenta una historia personal mientras teje otra sobre alguna pintura que ella aprecia. Digo tejer porque no son lineales.Ella las va entrelazando. Apunta datos sobre el autor de la pieza en cuestión. Añade algo sobre su vida, su estilo, su época, su técnica. Y sobre todo, de su experiencia personal con esa obra, las emociones que le ha provocado cada que la observa. Y en algún punto, crea un puente entre las distintas historias para generar una imagen, una analogía, una metáfora. Entonces se convierten en un solo relato.
En reseñas han dicho que este libro de Gainza se puede leer como una novela que tiene once capítulos; también han dicho que son como cuentos independientes que al finalizar embonan muy bien con el resto, porque nos vamos construyendo una pieza literaria más completa con esos honestos fragmentos de vida ligados a ciertas piezas de arte pictórico.
Cuando le han preguntado a la autora en entrevista en qué género se ubica su obra dice que en realidad no estaba pensando en ello al escribir, y que cuando salió el libro no conocía el término autoficción, tampoco creyó estar haciendo un escrito meramente autobiográfico o de crítica de arte.
Para disfrutar de la obra de María Gainza, quizá, sea necesario dejar de lado las ganas de decir: “es esto o aquello”, dejarnos llevar con lo que ahora tienen para las y los lectores las propuestas de literatura contemporánea que ya no se ciñen a un género o que no cumplen estrictamente con todas sus características.O aceptar que hay obras de género fluido, como decía, según los ojos que lean.
Con este artículo comienzo esta columna, que también fluirá entre literatura, bibliotecas, archivos, librerías, ferias de libros, políticas públicas sobre libros y lectura, lingüística y lo que se le vaya pegando a la fila en torno a libros.