Pascal Quignard en México; el escritor que salta hacia lo desconocido
Dirige su mirada azul hacia la pintura de José Clemente Orozco que decora la superficie interior de la cúpula: El hombre creador y rebelde, cuya composición incluye a un sujeto con cinco rostros; me pregunto cuál de ellos le devuelve el atisbo a Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948). El Paraninfo Enrique Díaz de León se ha llenado de seguidores. La primera actividad del escritor francés en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara es la conferencia del Premio Formentor de las Letras 2023, el cual recibió semanas antes en la antigua estación de tren de Canfranc, en España.
Las bocinas lo anuncian. Quignard es residente de su propio silencio, como si habitara en un poema de Stéphane Mallarmé o en un haikú de Matsuo Basho. Para abandonar el mutismo debe existir una causa de peso, similar a la que tuvo Monsieur de Sainte Colombe en el siglo XVII para volver a tocar su viola de gamba. Frente al micrófono, el autor de 75 años comparte su discurso titulado El muro de Babel y forma “un camino de voz”, como escribe Ovidio en Las metamorfosis.
—Es increíble lo exigente que puede llegar a ser la obra. No pueden hacerse una idea de lo que te exige. Te despierta en plena noche. De pronto se te ocurre una idea. Una idea no es más que una frase, una entonación a la que acompaña otra. No hay noche en que no te despierten, una u otra, o la tercera. Como ráfagas. A las dos de la madrugada, a las cuatro de la madrugada. Si vuelves a acostarte, ella hace que te levantes. Oyes todos los pájaros. La obra acompaña a los pájaros.
A Quignard lo acompaña Basilio Baltasar, presidente del jurado del Premio Formentor, también la historia de Príamo y Tisbe que ha incrustado en su lectura: los amantes se comunican por la grieta de un muro, deslizan murmullos y palabras, impedidos de consumar su amor. Luego el escritor habla de la torre de Babel, la atalaya que según el Génesis el rey Nimrod mandó edificar para alcanzar el cielo, en un lugar donde se dividieron las lenguas de todas las tierras. Quignard relaciona ambos relatos.
—El arte es la grieta en lo simbólico. La literatura es ese camino de voz en la muralla de Babel.
Hay aplausos que abren el alma, pues resuenan en lo más profundo de la admiración; en uno de los cantos bíblicos manifiestan alegría: “Aplaudan con sus manos los ríos y todos los montes griten de júbilo”. Los asistentes aprovechan estar de pie para formar una fila entre las butacas. Cargan con ediciones de Pequeños tratados, Las lágrimas, Sordidísimos, Butes, Vida secreta, Lecciones de solfeo y piano, Todas las mañanas del mundo. Comentan las obras del autor galo mientras esperan, murmuran entre sí como Príamo y Tisba. Arriba del escenario, sobre una mesa, Pascal Quignard firma una y otra vez.
LECCIONES DE SOLFEO Y PIANO
Verneuil-sur-Avre es una villa medieval del departamento de Eure, en la región de Normandía, al norte de Francia. Quignard nació en este lugar el 23 de abril de 1948. Más tarde, su familia se trasladó a El Havre, en la costa. Tenía apenas tres años cuando tuvo que caminar entre edificios derruidos por la Aviación Alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Un niño autista ante una ciudad agrietada; aún lleva dentro el paisaje de esas ruinas.
Fue criado entre gramáticos y músicos. Lo escribe en Lecciones de solfeo y piano: aprendió a tocar el violín con su tía Marthe, y el piano y el órgano con su tía Juliette. Llegó a componer partituras cuando era adolescente, pero optó por quemar todo, como Franz Kafka quiso hacerlo con sus textos. Hoy las cenizas de esa música parecen habitar sus libros, en un fénix que nace y muere en cada lectura.
Estudió en el Liceo de Sévres y se licenció en Filosofía por la Universidad de Nanterre. Tuvo de maestros a Emmanuel Levinas, Jean-François Lyotard y Paul Ricoeur. Con la supervisión de Levinas comenzó una tesis sobre el lenguaje en el pensamiento de Henri Bergson. No obstante, llegó el Mayo del '68 con manifestaciones, revueltas sociales y represión política. Quignard decidió entonces dejar la academia y la filosofía. Huir siempre le ha parecido un tema muy bello.
Regresó a la música. Tocaba el órgano mientras pasaba los veranos en la ciudad de Ancenis, donde se interesó por el periodo barroco. Volvió a tomar los libros y empezó a leer a Jacques Lacan, a Michel Foucault, a Jaques Derrida, también la literatura oriental. Se relacionó con la revista L’Ephémère. Aprendió a traducir gracias a Paul Celan, antes de que se lanzara al río Sena desde un puente para quitarse la vida. Louis-René des Forêts lo invitó a la editorial Gallimard en 1969 y ese mismo año le publicó SacherMasoch. El ser del balbuceo.
Antes del Premio Formentor, Pascal recibió el Premio de la Crítica (1980), el Grand Prix de la Academia Francesa (2000) y el Premio Goncourt (2002). Fundó también el Festival de Ópera y Teatro Barroco de Versalles, fue Consejero del Centro de Música Barroca y presidente del Concierto de las Naciones, pero en 1994 decidió dejar esas labores y dedicarse por completo a la escritura.
EL AMOR EL MAR
La editorial Sexto Piso citó a los periodistas a las once de la mañana en la Sala de Prensa de la FIL. El olor a café me dispara el cliché de una oficina. Pascal Quignard conversará con nosotros sobre su carrera y la publicación en español de su novela El amor el mar, misma que presentará en la feria por la tarde. Elijo una silla en primera fila, hay un ejemplar con textos sobre el Premio Formentor: Carnets de formentor, que incluye el bello discurso que Quignard leyó ayer. La sobrecubierta tiene la imagen de un hombre con la cabeza y las manos atrapadas en una picota.
El escritor francés hace su aparición junto al mexicano Ernesto Kavi, su traductor. Ambos toman sus lugares y Basilio Baltasar los presenta. Comienza el diálogo. Una colega lanza el primer cuestionamiento: quiere saber sobre la música en sus libros. Otro reportero alude a la presencia de los pájaros, de esa especie de aleteo constante que existe en su prosa —del mismo modo que las aves, el escritor necesita el silencio para poder emitir su canto—. Luego llega mi turno, soy el tercero en preguntar.
—Al igual que los textos antiguos, ¿es posible traducir el silencio de nuestros antepasados?
—Creo que la vida es siempre ruidosa y sonora, el silencio sólo llega con la música y la literatura. La música llega al final, cuando la literatura abre el silencio de cada página. Quiere decir que hay un silencio para cada lengua. Su pregunta es muy hermosa. Creo que, como un arqueólogo, podemos encontrar el sentido de las palabras, sedimento por sedimento. Pero creo que el silencio de las lenguas, el silencio del sánscrito, el silencio de las antiguas lenguas mexicanas, tal vez debamos encontrarlo.
Saco mi celular. Le muestro una imagen del nadador de Paestum, un hombre lanzado al agua, pintado sobre el sarcófago de una tumba griega hacia el año 480 antes de Cristo. El fresco inspiró al autor para escribir Butes, su ensayo sobre el argonauta que sucumbió al canto de las sirenas. También lo cita en La imagen que nos falta. En ese libro habla de una escena ausente al principio y al final de la vida: no estuvimos en el momento en que fuimos concebidos, tampoco lo estaremos en nuestra muerte. Para Emmanuel Levinas, la muerte era una pregunta que produce la relación con el infinito.
—¿Considera que escribir es similar al nadador de Paestum: un hombre que, como Butes, al escuchar a las sirenas, se atrevió a lanzarse hacia lo desconocido?
—Un verdadero artista, como el hombre de Paestum, sólo busca sumergirse completamente en su pasión. Y yo estoy ahogado en aquello que hago.
Intento formular otra cuestión. Tomo la imagen del compositor Jean-Baptiste Lully cuando, por accidente, se hirió el pie con un bastón de hierro al dirigir en la corte de Luis XIV. Resultó urgente amputar la extremidad. La leyenda dice que Lully intentó evitarlo, defendiendo su categoría de bailarín, de artista; después murió de gangrena. Quiero preguntar si esa imagen se puede traducir al oficio del escritor, pero la emoción me traiciona, tropiezo con los conceptos, con los argumentos, con mis propias palabras. La pregunta se me queda enredada en la lengua.
Tras la rueda de prensa, consumo el tiempo entre las opciones que me da la feria. Hablo con colegas, curioseo en los estands, me pierdo entre los ríos de gente que circula por los pasillos. El barullo me confirma que la soledad no es tan mala. Compro un libro sobre Paul Celan y pienso que su suicidio es equiparable a los clavados de Butes y del nadador de Paestum. Los tres se atrevieron a saltar cuando nadie más lo hizo. Tal vez abrir un libro y leerlo a fondo requiera una decisión igualmente grave.
La presentación de El amor el mar inicia a las seis de la tarde. La novela me recuerda a Todas las mañanas del mundo debido a la presencia de la música y la ambientación en el periodo barroco. En la mesa de la sala observo a Quignard, a Kavi y a Neige Sinno. Entre el público se encuentra Silvia Lemus, la viuda de Carlos Fuentes. Al verla, el escritor francés se pone de pié, desde su lugar hace el gesto de un abrazo, le muestra gratitud.
Será un diálogo entre Quignard y Sinno, traducido al momento por Kavi. La mujer describe la obra del francés, la divide en dos partes: las ficciones y los ensayos que conforman la serie El último reino. Lee un extracto de la novela. Le pregunta si se considera un virtuoso en el sentido de lo que escribe en El amor el mar: “Ser virtuoso no es adquirir una agilidad fabulosa, es convertirse en olvido”.
—La palabra “virtuoso” no me gusta. Solamente en el sentido italiano, que quiere decir “aquel que tiene coraje”. Al traducirlo al sevillano, es “aquel que afronta al toro”. Es cierto que en algún momento nos sumergimos tanto en aquello que amamos que nos ahogamos, pero hay escritores que aman el lenguaje y hay escritores que lo detestan. Yo estoy del lado de los escritores que quieren salir del lenguaje, que quieren alcanzar una comunicación más profunda, más musical, más viva.
El amor el mar es una novela polifónica donde la ficción se entrelaza con la filosofía y el ensayo. La narrativa sumerge al lector en un siglo XVII sacudido por las guerras religiosas. Se alberga una historia de amor. El deseo envuelve a los párrafos y a los personajes, como un escalón complicado de subir. Hay un constante miedo de perder a la persona amada, de sucumbir ante lo desconocido.
Hatten se presenta como un músico temeroso de su propia creación. En Thullyn, la ausencia del ser querido es un fantasma que resuena en silencio. La música está ahí, como una huella que marca surcos en el alma: en Johann Jakob Froberger, el primer gran compositor alemán que asimiló las escuelas italiana y francesa; en Monsieur de Sainte-Colombe, el músico que renunció a su oficio para refugiarse donde las notas son incapaces de resonar.
Cada capítulo es como una ventana, donde los personajes toman turno para desnudarse en palabras. La naturaleza asume un papel importante. Quignard refiere el canto de los pájaros en varios momentos, pues “¿qué músico no ama a los pájaros, al menos cuando inician sus cantos al final de la noche?”.
Si algo en la literatura conmueve al autor es preguntarse por qué la belleza siempre se mezcla con algo agresivo. El fenómeno se percibe en la naturaleza, en escritores que nunca han publicado, en músicos magníficos que jamás han subido a un escenario o colocado una nota en algún pentagrama. Afrontar las olas del mar de la existencia es un misterio, sobre todo al final, cuando “el viento sopla su extrema vejez que viene del fondo del mundo. Que viene incluso de los astros”.
La novela está plagada de interrogantes, pero hay algunas que carecen de respuesta: ¿qué es la música?, ¿qué es el arte?, ¿qué es la vida? Existen, entonces, sitios que no se pueden poblar con palabras.
Quizá habrá que recurrir a esa imagen donde un viejo músico va hacia su viola, la desviste y saca todas las partituras de sus obras que yacían en la funda del instrumento. Las lee nota por nota, silencio por silencio. Comienza a llorar. En el fondo de su alma tararea lo que lee. El músico está envuelto por los recuerdos, lo invaden aquellas emociones que ha conocido. Al terminar, enrolla las partituras y se dirige al jardín. Las quema y nace el misterio.
MEMORIA ARGONÁUTICA
Conocí a Pascal Quignard en una partitura contemporánea. Era septiembre de 2018 y yo había asistido como periodista al Festival Internacional de Música y Nuevas Tecnologías Visiones Sonoras, el cual es organizado cada año por el Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras (CMMAS) en Morelia. Extraviado entre la oferta del programa, en ese campus de la UNAM que despide a la mancha urbana sobre la salida a Pátzcuaro, decidí entrar a la conferencia del italiano Riccardo Massari Spiritini. El artista hablaría de su más reciente obra: Butes.
Aquello fue un descubrimiento. Riccardo platicaba que se inspiró en un libro de Pascal Quignard que también se titula Butes, el cual había sido publicado en México por la editorial Sexto Piso. Yo desconocía el mito de los argonautas y del vellocinio de oro. Butes era uno de los tripulantes del argos, junto a otros héroes como Heracles, Orfeo o Jasón. Fue el único que se atrevió a lanzarse al agua, para sumergirse en lo desconocido cuando las sirenas aladas cantaron. La pieza de Riccardo se ejecuta con un instrumento de cuerda y percusión construido por él mismo: el tarcordium. Aquello me voló la cabeza.
Tras la conferencia busqué al director del festival, el compositor mexicano Rodrigo Sigal. Le dije que quería entrevistar a Riccardo. Enseguida nos presentó. Recuerdo que en esa época estaba leyendo Filosofía del arte, de Hippolyte Taine, en una edición de Porrúa. Yo cargaba ese ejemplar en las manos cuando subía con Riccardo hacia la cabina del auditorio. Escapábamos del ruido. Apenas llegamos, encendí mi grabadora. Afuera empezó a llover y ante lo desconocido cantaron las sirenas; hablamos de Butes, hablamos de Pascal Quignard.