En el Tibet narran que, al principio de los tiempos, hubo un soplo que logró mover el gran silencio; así se creó el sonido. Esa vibración sutil fue el comienzo de la creación. Este primer sonido fundacional se llama OM.
Ya en la edad de bronce, en China, había pequeños cuencos cantarines, luego con la mezcla de metales se consiguieron sonidos increíbles. Durante la época de Confucio, en el siglo V a.C., los monarcas cuidaban los asuntos que afectaban el alma y el corazón, por eso se extendió la creencia de que los sonidos eran vibraciones que provenían del cielo y contribuían a la armonía de las emociones. Se crearon rituales con sonidos para configurar estos sentimientos, incluso en los monasterios todavía se utilizan campanas, cuencos y thinsas para las ceremonias. Esos primeros cuencos contenían la aleación de 7 metales que se consideraban mágicos para la sanación, purificación y meditación. Oro, mercurio, hierro, plomo, plata, cobre y estaño.
Cuando la mezcla de metales está en su máximo de calor, antes de que se rompa por la tensión, se introduce en un molde de piedra y se gira, una y otra vez hasta que se enfría. El modo artesanal en que todavía se fabrican, permite las emanaciones puras del sonido, ancestral, inmensamente cautivante, porque quizá nos remite al origen.
En Nepal, tuve la oportunidad de visitar a un sanador que fabricaba sus propios cuencos, dado que lo visité con una recomendación, pude conversar y comprobar el efecto inmediato del sonido sobre el cuerpo. Fue una gran experiencia, totalmente alejada del mundo occidental, tan enfermo, orientado a tapar los síntomas con automedicación y analgésicos para la angustia del alma.
Imaginé un cuenco en cada casa, como una inmersión vital a restablecer la profunda contaminación en la que vivimos.
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