Winston Churchill era un hombre peculiar, demostró tener una voluntad de hierro y también una personalidad narcisista y manipuladora, solía hacer lo que quería apelando a todos los medios imaginados.
El 13 de diciembre de 1931 estaba en Nueva York, al bajarse de un taxi, sólo miró en la dirección a la que estaba acostumbrado. Fue arrollado por otro auto y terminó internado en un hospital.
Le pidió al profesor Lindemann, físico de Oxford, que calculara la fuerza del impacto del accidente que había protagonizado. El dictamen satisfizo su ego: "el impacto del carro fue equivalente a dos cargas de perdigones disparadas a quemarropa."
¿Para qué querría ese documento?
Como tuvo que estar varios días hospitalizado y era conocida su pasión por la bebida, ideó una estrategia para sortear el cerrojo de la ley seca. Consiguió que los médicos que lo trataban, prescribieran una receta especial que decía: "Se certifica que la convalecencia post-accidente del Honorable Winston Churchill requiere la ingesta de bebidas alcohólicas, especialmente con las comidas. La cantidad es naturalmente indefinida, pero el requerimiento mínimo es de 250 centímetros cúbicos".
Aunque las prohibiciones de vender y consumir alcohol eran muy estrictas, ¿quién podría impedirle a un hombre tan honorable cumplir su tratamiento médico?
Cuando la voluntad se encapricha es insaciable, desconoce las fronteras y aumenta su obstinación, no embiste los obstáculos como un búfalo, apela a la imaginación.
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