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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

Al empezar la noche de las bodas la recién casada le comentó a su flamante maridito: “Me están temblando las piernas”. “Es explicable -acotó él-. Al rato se van a separar”. El pasado viernes un hombre joven llegó a la única farmacia que había en el pueblo y le pidió al encargado: “Me da 20 condones”. El farmacéutico revisó sus existencias y le informó al cliente: “Sólo tengo 10”. “Démelos -replicó de mala gana el visitante-. Pero me va a echar a perder el fin de semana”. Largos meses de seca había sufrido el rancho llamado San Francisco, en el cañón Palo del Agua, o de Los Lirios, en la Sierra de Arteaga de mi natal Coahuila. Los campesinos le pidieron a mi tío Alberto, uno de los propietarios del lugar, que por vida suya trajera de Saltillo un sacerdote que le pidiera a Dios el don del agua. Llevó él a monseñor Felipe Torres Hurtado, vicario general de la diócesis. En la pequeña capilla del rancho don Felipe ofició misa. Al decir el sermón levantó la vista al cielo, y con sonoras voces increpó al Señor: “¿Acaso te has vuelto ciego, Padre? “¿No ves que nos estamos muriendo de sed? Tenemos hambre por falta de cosechas. Secos están el estanque y las acequias. Nuestros animales caen muertos en el agostadero. Lloran nuestros hijos y nuestras esposas. ¿Te has olvidado de nosotros, Dios?”. Los lugareños oían azorados aquellos fuertes reclamos que el señor cura dirigía al cielo. Caía ya la tarde cuando mi tío y don Felipe emprendieron el viaje hacia Saltillo. A esa hora aparecieron sobre el rancho algunas nubecillas que bien pronto se hicieron nubarrones. Y esa noche cayó una terrible tormenta que arrasó labores, destruyó caminos, tumbó casas y se llevó caballos, vacas, chivas y otros semovientes, que así se llaman las bestias en lenguaje abogadil. Pasó un tiempo, y otra vez la sequía asoló la comarca. De nuevo los campesinos acudieron a mi tío y le pidieron: “Licenciado: traiga un padrecito para pedir la lluvia. Pero que no sea el mismo de la vez pasada, porque ése reza rete duro”. El agua, sin la cual no hay vida, a veces trae la muerte. En Texas las lluvias y las inundaciones han puesto luto en muchos hogares. Me conduele sobre todo la pérdida de niñas y de niños, víctimas, como se dice, de la furia de la naturaleza. A ella le atribuimos los desastres, en tanto que por los tiempos de bonanza le damos gracias a Dios. Habrá que revisar nuestros protocolos de maldiciones y agradecimientos. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a una linda chica a ir con él en su automóvil al solitario y umbrío paraje conocido como el Ensalivadero, a donde van de noche las parejas en trance húmedo. Respondió la damisela: “Primero vamos a presentarnos. Mi mamá me tiene prohibido salir con extraños”. Llegó un viajero a Cuitlatzintli, y en la calle se topó con un sujeto que llevaba en una mano una botella y en la otra una escopeta cuata, que así se llaman ahí las de dos cañones. Para sorpresa y susto del forastero el hombre le apuntó con el arma y le ordenó: “Dele un trago a esta botella, o le disparo”.

Asustado, el viajero bebió. Tras dar el trago tosió, hizo un gesto de asco y declaró: “Es el peor chínguere, el más infame y ruin marrascapache que he probado en mi vida”. “Ya lo sé -replicó el otro al tiempo que le entregaba la escopeta-. Ahora apúnteme usted a mí, pues de otro modo no me animaré a beberlo yo”. “Duérmete -le ordenó aquel señor a su pequeño hijo-. Si no te duermes vendrá el hombre del costal y te llevará”. “¡Éjele! -se burló el chiquillo-. ¡Ese hombre nomás viene cuando tú no estás!”.

FIN.

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