Slim avanza como quien ya conoce el terreno, como quien no necesita pedir permiso. Desafiarlo es un reto político de dimensiones mitológicas.
Carlos Slim no necesita campañas políticas. No necesita candidaturas ni mítines. Ya ganó. Lo hizo sin despeinarse, sin escándalos, sin pleitos como los que protagoniza Ricardo Salinas Pliego. Ganó con la pluma de un legislador dócil, con una mayoría oficialista obediente, con una nueva ley antimonopolios diseñada no para contener a los gigantes, sino para consolidarlos. La Ley Federal de Competencia Económica reformada e impulsada por el gobierno de Claudia Sheinbaum, no castiga al poder económico concentrado. Lo celebra.
¿Quién será el mayor beneficiario de este nuevo marco legal? Slim, el eterno patriarca de los negocios, el empresario que sabe moverse en las penumbras del poder político. Mientras se destruyen organismos autónomos como la Cofece, mientras se liquida la imparcialidad técnica con un organismo subordinado a la Secretaría de Economía, Slim avanza. Avanza como quien ya conoce el terreno. Como quien no necesita pedir permiso, porque ya tiene la bendición.
Durante el sexenio de López Obrador, Slim fue presentado como "el empresario nacionalista", el "respetuoso de la institucionalidad", el "hombre austero". Sus empresas eran contratadas para construir tramos del Tren Maya, para levantar hospitales del IMSS-Bienestar, para participar en obras prioritarias sin licitación transparente. Se hablaba de un modelo económico distinto, pero se firmaban contratos multimillonarios con Telmex, Ideal, CICSA. Se hablaba de combatir la corrupción, pero se reeditaba el viejo modelo del capitalismo de cuates. Entre 2018-2024, la fortuna del ingeniero se duplicó.
Y ahora, Slim se prepara para su siguiente jugada: el petróleo. Bajo el sello de Zamajal/Carso Energy -una subsidiaria creada para participar en exploración y producción- Slim incursiona en un sector históricamente reservado a Pemex. Pero con la nueva ley que exime a contratistas del Estado de las reglas de competencia, Slim podrá operar en ese terreno con mínimas restricciones. ¿Competencia? Prácticamente nula. ¿Regulación? Más política que técnica. ¿Riesgos? Solo para quienes no tienen los contactos adecuados.
Mientras tanto, Slim sonríe ante las cámaras. Declara que es momento de invertir en México. Que hay condiciones favorables. Que la economía es sólida. ¿Qué no diría, cuando el tablero está puesto para que juegue solo, sin adversarios que lo incomoden? Sus declaraciones no son solo mensajes al mercado: son recordatorios de que sigue siendo el árbitro, el jugador y el dueño de la cancha.
Lo preocupante no es que Slim aproveche las reglas del juego. Es que el Estado mexicano se las siga escribiendo. El gobierno de Sheinbaum continúa alimentando un modelo económico que favorece la concentración de poder en unas cuantas manos. Sí, ha disminuido la pobreza por ingreso. Pero también ha aumentado la desigualdad. En México el ascenso de los más pobres coexiste con la consolidación de los más ricos. Y entre ellos, Slim es el tótem inamovible.
Y el villano verdadero. El más rentista, el más extractivo, el que tiene más tentáculos extendidos en sectores estratégicos. Como sentenció el Financial Times, no puede pasar un solo día sin que los mexicanos transfieran riqueza al bolsillo del oligarca consentido de todos los gobiernos. Para la 4T, pelearse con Salinas Pliego es fácil y redituable. Encarar a Carlos Slim es la prueba real.
La concentración de riqueza no es solo un fenómeno económico. Es un obstáculo estructural para la prosperidad incluyente y prometida. ¿Cómo regular a quien financia campañas del partido-gobierno? ¿Cómo sancionar a quien construye obras públicas mal hechas -como la Línea 12- luego de recibir contratos a modo? ¿Cómo garantizar competencia cuando se exime a los favoritos del gobierno de las reglas más básicas? ¿Cómo cobrarles más impuestos?
La Presidenta enfrentará este dilema con las herramientas del poder concentrado y acrecentado. Pero también con todas sus limitaciones. Desafiar a Slim no es solo un acto administrativo. Es un reto político de dimensiones mitológicas. Como Perseo frente a Medusa, deberá levantar el escudo de la independencia, empuñar la espada de la regulación auténtica, y mirar al monstruo sin sucumbir al hechizo de su poder petrificante. Si no lo hace, México seguirá siendo el país donde los monopolios no se enfrentan: se premian. Y donde el hombre más rico de México sigue ganando, a expensas del país que lo engendró.